miércoles, 2 de junio de 2010

El despido ha de abaratarse

La coyuntura cambia. Los modelos productivos se agotan y mueren. Lo que era tremendamente rentable hace tres años es inviable hoy. Los agentes económicos deben poder adaptarse y anticiparse a esos cambios con agilidad. Por eso es vital que los mercados sean flexibles. Los países sometidos a fuertes rigideces están condenados al fracaso en un escenario mundial altamente competitivo y globalizado. El mercado laboral español no funciona ni podrá funcionar mientras no se flexibilice drásticamente. Nuestros cuatro millones largos de parados saben dolorosamente de eso.

Hasta ahora ningún gobierno se ha atrevido, por ejemplo, a abaratar el despido. Los líderes sindicales venían diciendo que no aceptarían ninguna reforma que pasase por ahí. Políticos de la oposición hacen declaraciones altamente demagógicas e irresponsables en el mismo sentido. Sin embargo es imposible prolongar la vida de un marco legal tan rígido, tan asfixiante, que ha acabado frenando la contratación de trabajadores por el sector privado.

Pretender retrasar lo inevitable sólo contribuye a prolongar la agonía, a aumentar el periodo de parálisis e incertidumbre. España no puede permitirse seguir pagando la altísima factura del paro; los demandantes de empleo no merecen que la administración ni los sindicatos se sigan interponiendo entre ellos y los que ofrecen empleo. Los consumidores se beneficiarían de una producción mucho mayor y más variada, de bienes y servicios más baratos si esos millones de parados se integrasen en el sistema productivo. El despido debe abaratarse.

Una indemnización de despido tan alta que los empresarios no están dispuestos asumir, en nada protege al demandante de empleo. De igual forma que imponer un salario artificialmente alto no protegería al trabajador si no se encuentran empresarios dispuestos a pagarlos, ni tampoco un salario máximo artificialmente bajo protegería al empresario si los trabajadores se negasen a trabajar a cambio de él. Lo mismo para cualquier precio que se pretenda fijar coactivamente en un mercado competitivo. Es una ilusión creer que la administración puede coordinar a los agentes de manera eficiente mediante la imposición de condiciones entre ellos. Al final las únicas condiciones que valen son las que las dos partes acuerdan libremente. El desempleo sería bajo si bastase el acuerdo de un empresario y un trabajador para firmar un contrato. Si se tienen que atender también las condiciones impuestas por el Gobierno, los acuerdos serán menores; si además de las tres partes anteriores se requiere el visto bueno de los sindicatos serán aún menos, si se suman las de la patronal, la UE o las administraciones autonómicas, menos aún.

En un mercado flexible las empresas no tendrían miedo a contratar porque sabrían que podrían ajustar sus plantillas en el momento necesario. Sería posible proteger al trabajador como se hace en Dinamarca mientras se le ayuda a prepararse para otro empleo. Proteger al trabajador es compatible con la flexibilidad necesaria para competir en un mundo globalizado. No lo es empeñarse, contra viento y marea, en proteger puestos de trabajo concretos que, como consecuencia de cambios, dejan de ser rentables para las empresas, o dicho de otro modo, dejan de ser necesarios para los consumidores o dejan de contribuir a la creación de riqueza.

Las rigideces legales impiden la creación de empleo, descoordinan a los agentes, vacían las arcas del Estado y los bolsillos del contribuyente y empobrecen al conjunto de la sociedad, pues no se debe olvidar que toda prosperidad es fruto de la producción, no de la restricción. Derribemos restricciones a la producción.



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