martes, 15 de junio de 2010

L´ Acció Humana, tractat d´economia.

Human Action, el monumental tratado de economía de Ludwig von Mises, se publicó en inglés en 1949. Era una refundación del libro Nationaloekonomie escrito años antes en alemán. Hasta ahora había sido traducido a 13 idiomas. La traducción al español a cargo de Joaquín Reig Albiol es de gran calidad y data de 1960. Desde hace pocos días La Acción Humana está disponible en un idioma más: el catalán.

Ayer se presentó en Barcelona la decimocuarta traducción. Participaron en la presentación el director de la editorial Grup 62; el presidente de Fomento del Trabajo, Juan Rosell; el presidente del Instituto Mises de Barcelona, Juan Torras; el director general de La Caixa, Juan Mª Nin y el catedrático Jesús Huerta de Soto, gran especialista en la obra de Mises.


Huerta de Soto recordó el paso de Mises por Barcelona en 1940 de camino a su exilio americano. Habló con pasión sobre las virtudes del tratado miseano y su vigencia. Captó la atención del publicó como sólo los grandes comunicadores saben hacerlo y fue largamente aplaudido por el auditorio que llenaba la sala de Fomento del Trabajo.
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Entre los libros disponibles en catalán no podía faltar La Acción Humana, libro magistral de lectura indispensable para todo aquel que quiera hacerse llamar economista. El género humano decidirá si quiere hacer uso adecuado del inapreciable tesoro de conocimientos que supone, o por el contrario, prefiere no utilizarlo.




viernes, 11 de junio de 2010

Marc Vidal se equivoca

En un país donde el servilismo y la ignorancia abundan tanto entre analistas y tertulianos es muy de agradecer que haya gente valiente y que hable claro sobre la realidad económica como Marc Vidal. Sin embargo los buenos analistas a veces cometen errores importantes que no se deben dejar pasar por alto. En un artículo del mes pasado escribía:

Que no nos engañen ni un maldito minuto más. Todo este ahorro en el presupuesto a costa de funcionarios, pensionistas y retirada de ayudas a bebés y dependientes, todo ese aumento de impuestos con el que nos van a crujir estos “señores de lista cerrada”, todo, todo eso es para pagar la deuda y evitar que, en los vencimientos, España entre en “default” al no poder colocarla. No es para crecer ni para levantarle la empresa a nadie. ¡Qué leches!


Todo recorte conlleva menos gasto y al reducir el gasto se elimina el objeto de consumo y sin consumo se vende menos y si se vende menos se despide gente y si se despide gente aumenta el paro y si aumenta el paro no se crece y si no se crece aumenta el estancamiento y si aumenta el estancamiento se cierran empresas y si se cierran empresas se recauda menos y si se recauda menos se exigen mayores impuestos para pagar los servicios.


No señor. La riqueza no es consecuencia del consumo. Al revés, podremos consumir si previamente hemos acumulado riqueza. La riqueza es consecuencia de la producción y del libre intercambio, y la producción eficiente a gran escala requiere ahorro, y todo ahorro pasa por renunciar a cierto consumo presente. No es posible consumir permanentemente más de lo que se produce. A base de endeudarse sí es posible hacerlo durante un periodo limitado. Los españoles hemos consumido durante años por encima de nuestras posibilidades y eso no nos ha enriquecido. Al contrario, llegado el momento de pagar la factura, es evidente que no somos tan ricos como creímos. Ajustarse a la realidad es inevitable.


Está muy extendida la idea de que el gasto público es siempre positivo porque, dicen, crea empleo y riqueza. Es una idea que se repite diariamente en tertulias, y parlamentos sin que, la mayoría de las veces, nadie la discuta. Ya sea para colocar carteles informativos del Plan E, para construir recintos feriales que al poco tiempo acaban abandonados, para subvencionar energías poco eficientes. Nos dicen que ese gasto (lo suelen llamar engañosamente inversión) crea empleo y por tanto es positivo. Y que de suprimirlo se destruiría empleo y nos empobreceríamos. Es un grave error. Colocar carteles para el Plan E implica desviar recursos hacia fines poco productivos. Los recursos son escasos y se le pueden dar infinidad de usos alternativos. Unos con mucha utilidad para el bienestar humano y otros sin ninguna. ¿Quién puede decidir cuál es el uso más útil que se les da? Obviamente no un Pepe Blanco ni una Elena Salgado cuya prioridad es la rentabilidad política a corto plazo. Tampoco un Rajoy, ni un Einstein ni una madre Teresa. Nadie es capaz por sí solo de dar una respuesta óptima al problema enormemente complicado de decidir qué producir, en qué proporción, a qué coste y con qué combinación de recursos. Los intentos de planificar la producción centralmente fueron un rotundo fracaso.


Hay que tener muy claro que nuestros recursos son limitados y que según cómo los utilicemos seremos más ricos o no. Por tanto, un mayor gasto público implica un menor gasto y una menor inversión privada. Los gobiernos no sacan los recursos de una chistera sino del bolsillo del contribuyente, incluso cuando se endeudan lo están haciendo a cargo de los ingresos futuros del contribuyente. El mejor modo de satisfacer los deseos diferentes y cambiantes de millones de personas que demandan y ofrecen cosas, es facilitar que ellos mismos lleguen a acuerdos voluntarios. Incautándoles el dinero y dándoselo a un gestor para que lo gaste, sólo entorpeceremos el proceso de cooperación social. Jamás este gestor podrá tener el conocimiento disperso en millones de agentes sobre sus gustos y preferencias.


En conclusión: el gasto público debe reducirse, primero porque no nos podemos permitir gastar permanentemente más de lo que ingresamos; pero también porque implica menor gasto privado y por tanto una asignación de los recursos menos eficiente; y también porque implica menos ahorro, y por tanto menos capacidad para las empresas para acometer las inversiones que las hagan más productivas, es decir, para crear más riqueza en el futuro.


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miércoles, 2 de junio de 2010

El despido ha de abaratarse

La coyuntura cambia. Los modelos productivos se agotan y mueren. Lo que era tremendamente rentable hace tres años es inviable hoy. Los agentes económicos deben poder adaptarse y anticiparse a esos cambios con agilidad. Por eso es vital que los mercados sean flexibles. Los países sometidos a fuertes rigideces están condenados al fracaso en un escenario mundial altamente competitivo y globalizado. El mercado laboral español no funciona ni podrá funcionar mientras no se flexibilice drásticamente. Nuestros cuatro millones largos de parados saben dolorosamente de eso.

Hasta ahora ningún gobierno se ha atrevido, por ejemplo, a abaratar el despido. Los líderes sindicales venían diciendo que no aceptarían ninguna reforma que pasase por ahí. Políticos de la oposición hacen declaraciones altamente demagógicas e irresponsables en el mismo sentido. Sin embargo es imposible prolongar la vida de un marco legal tan rígido, tan asfixiante, que ha acabado frenando la contratación de trabajadores por el sector privado.

Pretender retrasar lo inevitable sólo contribuye a prolongar la agonía, a aumentar el periodo de parálisis e incertidumbre. España no puede permitirse seguir pagando la altísima factura del paro; los demandantes de empleo no merecen que la administración ni los sindicatos se sigan interponiendo entre ellos y los que ofrecen empleo. Los consumidores se beneficiarían de una producción mucho mayor y más variada, de bienes y servicios más baratos si esos millones de parados se integrasen en el sistema productivo. El despido debe abaratarse.

Una indemnización de despido tan alta que los empresarios no están dispuestos asumir, en nada protege al demandante de empleo. De igual forma que imponer un salario artificialmente alto no protegería al trabajador si no se encuentran empresarios dispuestos a pagarlos, ni tampoco un salario máximo artificialmente bajo protegería al empresario si los trabajadores se negasen a trabajar a cambio de él. Lo mismo para cualquier precio que se pretenda fijar coactivamente en un mercado competitivo. Es una ilusión creer que la administración puede coordinar a los agentes de manera eficiente mediante la imposición de condiciones entre ellos. Al final las únicas condiciones que valen son las que las dos partes acuerdan libremente. El desempleo sería bajo si bastase el acuerdo de un empresario y un trabajador para firmar un contrato. Si se tienen que atender también las condiciones impuestas por el Gobierno, los acuerdos serán menores; si además de las tres partes anteriores se requiere el visto bueno de los sindicatos serán aún menos, si se suman las de la patronal, la UE o las administraciones autonómicas, menos aún.

En un mercado flexible las empresas no tendrían miedo a contratar porque sabrían que podrían ajustar sus plantillas en el momento necesario. Sería posible proteger al trabajador como se hace en Dinamarca mientras se le ayuda a prepararse para otro empleo. Proteger al trabajador es compatible con la flexibilidad necesaria para competir en un mundo globalizado. No lo es empeñarse, contra viento y marea, en proteger puestos de trabajo concretos que, como consecuencia de cambios, dejan de ser rentables para las empresas, o dicho de otro modo, dejan de ser necesarios para los consumidores o dejan de contribuir a la creación de riqueza.

Las rigideces legales impiden la creación de empleo, descoordinan a los agentes, vacían las arcas del Estado y los bolsillos del contribuyente y empobrecen al conjunto de la sociedad, pues no se debe olvidar que toda prosperidad es fruto de la producción, no de la restricción. Derribemos restricciones a la producción.



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